Las cosas que pasan no son ni buenas ni malas, simplemente ocurren.
Para algunas personas tropezarse puede ser una buena razón para enojarse, mientras que para otros puede ser una excelente excusa para faltar al trabajo.
Sin embargo, hay personas que desarrollan una dinámica interior que los hace crear un sentimiento destructivo y poco reconocido, capaz de envenenar su vida de forma inconsciente.
Entonces interpretan hasta la acción más inocente como mala, dolorosa, casi maldita.
La conocemos desde niños, en los adultos o en los libros escolares. Sin embargo, con el tiempo la olvidamos, ignoramos sus formas y el daño que puede causarnos.
Este sentimiento es tan despreciable que nunca hablamos de él, no lo nombramos, nos genera asco siquiera pensarlo.
Confesarle a alguien que le tenemos envidia nos parece algo imposible.
Es el único sentimiento que convierte la alegría ajena en desgracia propia; no busca crecer, busca que el otro caiga.
Cuando no la reconocemos ni la liberamos, la envidia pudre poco a poco nuestro ser, contamina nuestras acciones. Manchando de oscuridad nuestra vida.
La envidia, que envenena el alma, es la razón de todos los males.