Hay un ser que está muy cómodo habitando el espacio vital de la naturaleza.
Come, toma, disfruta y goza de todo lo que encuentra, con un hambre que jamás se sacia.
Toma compulsivamente lo que le atrae, y rara vez agradece, devuelve o se preocupa por aquello de donde toma.
Mientras tanto, aquello sufre, se desmorona, se desvanece, muere lentamente. Y como su muerte no es inminente, seguimos tomando sin urgencia, sin reparar en el daño.
Y así bosques, ríos, montañas, nevados, mares mueren. La tierra muere.
¿Por qué disfrutamos tan felices destruyendo donde vivimos? ¿Es que estamos tan hipnotizados por el placer que no nos damos cuenta del resultado completo de nuestras acciones?
¿Por qué no es posible para nosotros ver que al final nos estamos destruyendo a nosotros mismos? Todos compartimos la misma casa. ¿Por qué no nos damos cuenta de que cada triunfo individual sobre la naturaleza es, en realidad, una derrota colectiva?
¿Esperaremos a estar al borde del fin para cambiar? ¿Cómo puede el ser humano despertar a sí mismo?