Estamos acostumbrados a caminar por la vida como sonámbulos.
Todo lo que vemos lo tomamos por verdad, sin detenernos a pensar de dónde viene, quién lo puso ahí, quién lo inventó y por qué.
Hablo con mis amigos todo el tiempo sobre la vida, sobre lo que creemos, lo que pensamos, lo que sentimos, nuestras ideas.
¿Pero hasta qué punto nuestras ideas son realmente nuestras?
¿Cómo saber que lo que creemos no es simplemente lo que otros nos han hecho pensar?
En algún punto, para la mayoría de nosotros, la curiosidad empieza a extinguirse.
De niños, todo nos fascina. Hacemos preguntas sin fin, probamos sin miedo, nos arrojamos al mundo sin calcularlo.
¿Pero al crecer, por qué perdemos esa energía?
¿Será que la intensidad del mundo va apagando esa llama?
¿O somos nosotros los que la dejamos morir?
¿Las preguntas se vuelven molestas?
¿Las curiosidades dejan de importar porque no parece que “sirvan”?
¿Se nos pasa la vida ocupados en otras cosas?